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  • Soy quien mira.

    Soy quien mira.
    La esfera de papel. El Mundo
    Noviembre 2018

    Dibujamos y os pasáis el tiempo preguntándonos por qué decidimos hacerlo, cuándo empezamos. Dibujamos porque seguimos buscando con la inmediatez de la línea sobre el papel, porque el diálogo que establecemos con un dibujo trae consigo revelaciones. No entendemos el dibujo como acto mecánico. Deberíamos ser nosotras quienes os interrogasen para saber por qué guardasteis el estuche con los plastidecores y los lápices –el duro y el blando- si todo es más fácil dibujando. Hay preguntas que no pueden resolverse con palabras porque el léxico es finito y no todo se puede nombrar. Hay respuestas abstractas. Somos –vosotras y nosotras- grandes consumidoras de imágenes y deberíamos vomitar por el empacho, pero la gran mayoría no dibuja –vosotras-.

    Hace dos días que llegué a Marruecos. He adoptado la costumbre de viajar con cuadernos y con pintura. Empecé con dos pinceles y seis pastillas y ahora cargo con un arsenal de brochas, lápices, acrílicos y botellitas con agua. Pintar lo vivido es una manera de –cito al maestro- cuestionar lo visible, saber qué ha sucedido, qué ha sido importante, qué puedo llevarme de cada lugar.

    En Marrakech he estado dibujando en una azotea de la Plaza de las Especias mientras bebía una limonada y me sentía un poco Pereira, en una mesilla plegable de la Gran Plaza –esta misma noche, cuando volvía hacia mi habitación y he sentido hambre y ganas de formar parte del barullo marroquí-, en el bar del hotel Les Jardins de la Koutobia –el único lugar donde he encontrado vino-, en el patio del Riad donde me alojo, en un taburete de plástico en la calle.

    Vine sola a Marrakech y quería llegar y marcharme sin que nadie se diera cuenta. Soy quien mira. Observo, ejecuto con la mancha e intento registrar en el papel un momento concreto o una cara. He venido con la intención de estar callada y traducir en mancha, pero llevo dos días recibiendo palabras en árabe, inglés, francés y castellano. Son los dibujos, el gesto de la mano, los que arrancan historias a turistas y lugareños.

    En los cuadernos dibujo lo que sucede en el momento en que sucede. Un dibujo es un documento autobiográfico que da cuenta del descubrimiento. Por eso es mejor viajar sola o con gente que sabes que entenderá que quieras desayunar tres veces –con el objetivo de hacerte con una buena mesa desde donde mirar-.

    Además de dibujar también localizo la tienda de fotografía más cercana y la visito mientras dura mi estancia en la ciudad. Acompaño a las pinturas y dibujos de instantáneas. En Marrakech todavía tienes que esperar una hora para recogerlas aunque no las revelen, no puedes elegir formato y sólo imprimen en papel satinado. El cuaderno en el que trabajo ahora mismo está lleno de pintura dorada (el metal marroquí, qué belleza) y fotos que brillan. Hoy a mi tatuaje de henna le han espolvoreado purpurina rosa.

    Cosas que he dibujado en Marrakech: rostros, manos, serpientes, monos, calles, azoteas, dátiles, llaveros, granadas, almendras, hojas de olivo y naranjas.
    Cosas que no me he atrevido a dibujar: el Gran Atlas.

    Una línea, una zona de color, no es realmente importante porque registre lo que uno ha visto, sino por lo que le llevará a seguir viendo. Construyo mi pensamiento mientras dibujo.

    Algunas y algunos reciben mis dibujos en sus pantallas de móvil, las impresiones de aquello que voy viendo, con lo que me encuentro en Marrakech. El pastel de dátiles de la boda (–Dátiles lo más importante casamiento, lo primero cosa que comen juntos en la entrada de casa con almedras y leche, dice Ahmed). Quién fue Ahmad Al-Mansur. Cómo se tejen las alfombras y quién lo hace (las mujeres, y la primera que tejen nunca la venden, es para su dote). Cómo recibe el carnicero de las callejuelas del zoco a las moscas y a su clientela. Cómo se me acerca la mujer que lleva la henna preparada en una bolsita de plástico y que asalta a las viajeras con una jeringuilla –que asusta, más que invita- y un viejo muestrario de diseños (después hace lo que le sale del coño) (y es precioso).

    Pero lo más valioso es sentarse con ella y con su amiga y compartir un té con menta mientras la henna seca, y saber que vas a dibujarla. Observar su gesto, ver la inclinación de su boca y las bellas arrugas alrededor de los ojos e intentar entrar en ellos. -No les digas a los del Riad cuánto me has pagado. (Sé que le he dado más del doble de lo que cuesta un tatuaje de henna) -Con este tatuaje encontrarás al amor de tu vida, he dibujado el símbolo. -Yo no quiero al amor de mi vida, le digo. -Sí que lo quieres, dice ella. Yo también le diré el gran corazón que tiene y que estar este rato bajo el sol para que sequen mis dos manos viendo cómo intenta captar clientes y me habla del desierto, cómo me ofrece otro té, es una de las mejores cosas que me han pasado hoy. La dibujaré después. Los dibujos hechos de memoria son los que tienen más alma.

    Otras no ven los dibujos en pantallas sino sobre el papel. Hablo con ellas y con ellos, y aunque no nos entendamos con las palabras, lo hacemos con la línea.

    He dibujado en cuadernos en playas de Grecia, en una mesilla del bar de Zacky Hemo –un cristiano que vende cerveza en Jerusalén delante de la puerta de Damasco-, en un hotel de Nepal, en las Torres del Paine, en un restaurante armenio, en trenes, en los aeropuertos de París-Santiago-Barcelona-Madrid-Jerusalén-DF, en vuelos (es peligroso, algunos rotuladores revientan con la presión y la tinta china lo deja todo perdido) y en gasolineras. Lo que recibes cuando dibujas en un espacio público no siempre son palabras, también te dan muchas sonrisas. O eres tú la que sonrie viendo a una madre enseñar a una niña pequeña lo que hace esa señora tirada en el suelo. Por más que me guste la escritura, es el dibujo el que me demuestra todo lo que se puede decir con una sola marca.

    Paula Bonet.
    Marrakech, Noviembre 2018.
    El texto en cursiva es de John Berger.

© 2022 Paula Bonet
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